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Lady Zandela Xierweiya Lin Lyn

Ella.

Ella. Desde la más oscura noche, entre la espesa bruma que cubría toda la negra ciudad, emergió la luz más brillante que se había visto, con su débil parpadeo de estrella lejana se acercaba tan lentamente que parecía estar simplemente suspendida en el aire y en el tiempo. Con lentitud extrema, como alargando el tiempo hasta rasgarlo, la luz inundó la oscuridad, y de la tiniebla emergió una figura.
De cálido rostro, tan pálido por el miedo que parecía flotar como la luz, una joven observaba extasiada la belleza del color del día, pues ese haz de luz era como un rayo de sol que la iluminaba desde lo alto. De su larga cabellera descansaban los bucles sobre la cremosa piel de sus hombros, acariciando su espalda con la suave brisa que, de pronto, con aquella llegada, había comenzado a soplar.
El aire jugueteaba con los grandes rizos, enroscándose entre ellos, mientras su frialdad envolvía sus delicados miembros. De pie en medio de la calle, hipnotizada por el día, sus enormes ojos grises miraban, más allá de la luz, la oscuridad más absoluta en la ciudad, la figura que sujetaba, con una delicada mano de largos dedos, aquella luz que con tanta parsimonia había llegado hasta ella.
La otra mano se separó lentamente, como si el tiempo se parase entre las gotas húmedas de sus cabellos, pero siempre manteniendo la inercia del movimiento y se acercó al rostro de ella. Largos y delgados eran sus blancos dedos, así como no excesivamente largas eran sus uñas. Fluidamente, posó las yemas de sus dedos en la frente de ella, y adelantando todo su cuerpo, dejando por tanto su hermoso rostro a la vista, acarició la pálida y suave piel de ella; cerrando sus grandes ojos suavemente sin abandonar la fluidez, pero manteniendo la larga extensión en el tiempo.
Se detuvo en el paseo de sus dedos en los labios de ella, apreciando sus contornos con tanta suavidad como una brisa de verano susurrando al oído. La frialdad de sus miembros contrastaba con la calidez del suave rostro de ella. Con una sola mano, la otra sujetando sin temblar la luz, admiró las redondeadas formas de sus pómulos; la curva de sus cejas; la delicadeza de sus párpados, cerrando unos ojos inquietos; la suavidad de sus labios, entreabiertos; la punta de su respingona nariz… Y bajando por la barbilla, se detuvo largo tiempo, más largo del que se había tomado en grabar en su mente toda aquella belleza, pasando suavemente las yemas de sus dedos por el cuello de ella.
Y mientras se inclinaba sobre ella y posaba sus rojos labios en su frente, su mano acariciaba con ternura y demora su pecho, al son que los bucles de su cabello volaban y bailaban con el viento.

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