Dieciséis.
El último día que lo vio, él resplandecía, encantado, de Amor. Su escasa sonrisa, de normal, fue tan frecuente en aquellos últimos días; sus movimientos hacia ella habían sido tan suaves, tan llenos de un delicado cariño que se vertía desde lo más profundo de su alma; sus palabras, susurradas en medio de la noche, abrazados, junto a su oído, en susurros... El último día que lo vio, él resplandecía tanto, encantado, de Amor, que a su marcha ella no pudo más que seguir en trance, aún arropada por la magia que él había desprendido a su alrededor... Hasta que, días después, la magia ya había desaparecido, y su existencia entera se vio sumergida en un negro mar de lodo. Pero llegó el dieciséis -tcc diaZisáih!-, y recayendo en la locura que embriaga a los humanos en algún momento de su vida: el Amor, sonrió, caminó en el aire y durmió feliz, soñando con una caricia, en una oscura noche de niebla, con la extrema lentitud con que florece una rosa. Sin nada más que decir, que lo Amó, Ama, y Amará, por siempre, hasta que el tiempo se rompa en pedazos, inmerso en la eternidad de los segundos.
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